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El Nirvana de la seca: Pescar de punta.

 

La tranquilidad absoluta es el momento presente.  

Aunque es en éste momento, éste momento no tiene  

límite, y en esto radica su eterna delicia.  Hui – Neng. 

 


Mucho tiempo atrás vivía, en cierta tabla de Las Rochas del Alto Tajo, una vieja y sabia dama. Sólo en épocas de freza la vi abandonar su casa, lugar seguro donde los hubiese. En él nuestra protagonista se sentía “casi” completamente a salvo. Su refugio era similar a una plaza, y digo “era” porque en la actualidad el río, tanto en las orillas como en el álveo, ha cambiado completamente. 

 

Tres rocas en triángulo formaban una especie de recinto interior. La situada en la parte superior, río arriba, era ancha y sobresalía del nivel del agua, con lo cual dividía la corriente en dos ramales. En ambos lados de esa piedra, y corriente abajo, cerraban la plaza las otras dos rocas laterales, también emergiendo sobre el nivel del río. Así, en el centro de esa plaza se formaba un pozo de gran profundidad, estrecho y remansado, no así por el exterior de las piedras laterales donde la corriente era muy fuerte.  

 

Una cantidad abundante de sargas pequeñas, crecidas sobre las rocas, cerraba la vista del recinto interior desde ambas orillas de la ribera. Pero aun así, a la gran trucha le habían ofrecido de todo y, la mayor parte de esos fracasados cebos se conservaban cuidadosamente colgaditos de las sargas como recuerdos de sueños fallidos, principalmente la de la roca de la derecha de espaldas a la corriente. Allí brillaban, como si se tratase de un árbol de navidad, mosquitos, cucharillas, buldós grandes, pequeños, verdes, azules, anzuelos con restos de cangrejo y, cómo no, varias moscas secas de mi propiedad, ya que por aquel entonces era yo el único que allí practicaba éste Arte de pesca. 

 

La configuración de las corrientes formaba un lento remolino en el interior de ese “patio particular”, lo cual ponía la comida a la trucha como en un escaparate giratorio. La madre de todas las truchas podía decir aquello de “ésta quiero, ésta no quiero” con toda tranquilidad, sin precipitarse lo más mínimo y estoy hablando de secas. 

 

Por tal conformación de su puesto de caza, señuelo que se tirase desde cualquiera de ambas orillas al centro del recinto que formaban las tres piedras, se veía arrastrado corriente abajo con el consiguiente enganche en los benditos arbolitos navideños. En el caso más favorable de acertar en la diana central, el golpe que se daba con los señuelos alertaban al pez de inmediato, el cual desaparecía bajo una solapa profunda existente en alguna de las tres piedras. Resumiendo, ni corrían las cucharillas de los ribereños, ni se posaban el tiempo suficiente mis moscas. Y los asquerosos durmientes ¿quién era capaz de pasar para colocarlos con el río tan profundo y correntoso? 

 

Cada vez que pasaba por allí ocurría lo mismo: la entreveía malamente entre las sargas, lanzaba mi mosca y... los adornos del árbol navideño aumentaban un poco más. Con las orejas gachas emprendía una indecorosa retirada. 

 

Fue un mediodía del mes de julio, con las grandes efémeras dánicas y glaucops poniendo en buenas cantidades, cuando acerté a pasar por allí. Mi dama se estaba poniendo tibia de comer, produciendo ese incitante ruidito a cada bocado: ¡Glup!, y después otro, y otro... Aquello me sonó como un desafío chulapón. Y aunque no se la podía ver con claridad, no lo pensé un sólo momento: me desnudé totalmente y empecé a luchar contra la terrible corriente que el Tajo llevaba en aquel punto, hasta que pude alcanzar la roca de la cabecera, al tiempo que ponía el bambú echado hacia atrás para evitar asustarla. Me tumbé sobre la relativamente plana roca de la cabecera, dejando que las frías aguas me pasasen desde los pies hasta los hombros. Tuve que esperar un buen rato para ver aparecer al truchón. Tardó quizá ¿un siglo? pero cuando la vi tan cerca, tan serena, con sus flancos color oro viejo, temí que oyese los latidos de mi corazón. ¡Qué bello ser! 

 

Para realizar mi plan había guardado previamente en una cajita tres moscas de mayo vivas. Con ellas pretendía estudiar las reacciones del pez detenidamente. Así, aprovechando los momentos en los cuales me daba su cola, lancé la primera de las moscas de verdad que, para desanimarme, cayó en plena corriente de la salida y no fue vista por ella. La segunda de las moscas se quedó en una rama del dichoso arbolito, feliz de estar a salvo. Temiendo lo peor, lancé la tercera con más atención y ésta sí cayó en el centro del remolino y empezó a mover sus alas intermitentemente. La trucha, que mantenía casi constantemente su aleta dorsal fuera del agua, sacó un poco la punta de la boca al aire y absorbió el insecto: ¡Glup!, que ésta vez me sonó a un “gracias por tal exquisito bocado” Con lentitud, se giró sobre su derecha y tomó otro mosco natural y luego otros más. Me encontraba tan cerca de ella que le podía ver su blanca garganta a cada tomada. Noté que despreciaba las moscas que le pasaban arrastradas con rapidez por las corrientes laterales del pozo e incluso la vi dudar ante algún insecto situado en el remanso central. Además, se colocaba tan cerca de ellos que no le faltaba mucho para tocarlos con su labio superior. Y es que había aprendido a defenderse de tanto depredador de dos patas como habría visto en su larga vida. 

 

Creí llegado el momento de poner a prueba mi mosca de mayo, pero me di cuenta de lo difícil que era realizar una posada adecuada. Por un lado estaba la cercanía del pez, lo cual hacía visible cualquier movimiento de mi caña y de mi brazo, máxime por encontrarme situado río arriba aunque ella giraba continuamente. Por otro lado, una intermitente brisa, variable de dirección, dificultaba posar con precisión y suavidad. El mencionado arbolito aparecía más amenazador que nunca. Pero... 

 

El Genio Bueno del río se apiadó de mí: solté la mosca aprovechando que la trucha me daba la cola, levanté un poco la caña sin lanzar y un cambio de la brisa situó el engaño, que no tocaba el agua, sobre la corriente de la derecha y por encima del pez. Se alejó la mosca unos centímetros aguas abajo y no tuve más que levantar imperceptiblemente la caña para hacer volver el engaño al mismo punto de partida en el remanso. La mosca subió dando saltitos como si se tratase de una hembra de verdad en la puesta. 

 

La trucha ya la había visto y pude observar cómo se ponía nerviosa con ese sutil temblor de aletas que invade al pez en los momentos de ataque, o de huida... De nuevo hice volar la glaucops unos centímetros sobre el nivel del agua; ya no tenía más que bajar levemente el puntal de la caña para que el hackle acariciase el río. ¿Por qué no posaba ya? Por vez primera sentí danzar en mi cabeza un dilema: ¿Se iría definitivamente la trucha de su casa al sentirse descubierta? Era posible que si se marchaba de ese escondite, su gran tamaño la dejase a merced del arpón de algún delicioso ribereño. Y si la clavaba y rompía, cosa segura dado su tamaño, ¿la perjudicaría gravemente? 

 

No lo pensé más: aun con el riesgo de ser detectado, saqué la mosca del lugar y procedí a romper el anzuelo por su curva... ¡con la ayuda de la roca sobre la que me encontraba! Resultó laborioso, pero rompió y, lo que me pareció más milagroso, aun estando dentro de su campo de visión la trucha no me había visto. 

Mucho tiempo atrás vivía, en cierta tabla de Las Rochas del Alto Tajo, una vieja y sabia dama. Sólo en épocas de freza la vi abandonar su casa, lugar seguro donde los hubiese. En él nuestra protagonista se sentía “casi” completamente a salvo. Su refugio era similar a una plaza, y digo “era” porque en la actualidad el río, tanto en las orillas como en el álveo, ha cambiado completamente. 

 

Tres rocas en triángulo formaban una especie de recinto interior. La situada en la parte superior, río arriba, era ancha y sobresalía del nivel del agua, con lo cual dividía la corriente en dos ramales. En ambos lados de esa piedra, y corriente abajo, cerraban la plaza las otras dos rocas laterales, también emergiendo sobre el nivel del río. Así, en el centro de esa plaza se formaba un pozo de gran profundidad, estrecho y remansado, no así por el exterior de las piedras laterales donde la corriente era muy fuerte.  

 

Una cantidad abundante de sargas pequeñas, crecidas sobre las rocas, cerraba la vista del recinto interior desde ambas orillas de la ribera. Pero aun así, a la gran trucha le habían ofrecido de todo y, la mayor parte de esos fracasados cebos se conservaban cuidadosamente colgaditos de las sargas como recuerdos de sueños fallidos, principalmente la de la roca de la derecha de espaldas a la corriente. Allí brillaban, como si se tratase de un árbol de navidad, mosquitos, cucharillas, buldós grandes, pequeños, verdes, azules, anzuelos con restos de cangrejo y, cómo no, varias moscas secas de mi propiedad, ya que por aquel entonces era yo el único que allí practicaba éste Arte de pesca. 

 

La configuración de las corrientes formaba un lento remolino en el interior de ese “patio particular”, lo cual ponía la comida a la trucha como en un escaparate giratorio. La madre de todas las truchas podía decir aquello de “ésta quiero, ésta no quiero” con toda tranquilidad, sin precipitarse lo más mínimo y estoy hablando de secas. 

 

Por tal conformación de su puesto de caza, señuelo que se tirase desde cualquiera de ambas orillas al centro del recinto que formaban las tres piedras, se veía arrastrado corriente abajo con el consiguiente enganche en los benditos arbolitos navideños. En el caso más favorable de acertar en la diana central, el golpe que se daba con los señuelos alertaban al pez de inmediato, el cual desaparecía bajo una solapa profunda existente en alguna de las tres piedras. Resumiendo, ni corrían las cucharillas de los ribereños, ni se posaban el tiempo suficiente mis moscas. Y los asquerosos durmientes ¿quién era capaz de pasar para colocarlos con el río tan profundo y correntoso? 

 

Cada vez que pasaba por allí ocurría lo mismo: la entreveía malamente entre las sargas, lanzaba mi mosca y... los adornos del árbol navideño aumentaban un poco más. Con las orejas gachas emprendía una indecorosa retirada. 

 

Fue un mediodía del mes de julio, con las grandes efémeras dánicas y glaucops poniendo en buenas cantidades, cuando acerté a pasar por allí. Mi dama se estaba poniendo tibia de comer, produciendo ese incitante ruidito a cada bocado: ¡Glup!, y después otro, y otro... Aquello me sonó como un desafío chulapón. Y aunque no se la podía ver con claridad, no lo pensé un sólo momento: me desnudé totalmente y empecé a luchar contra la terrible corriente que el Tajo llevaba en aquel punto, hasta que pude alcanzar la roca de la cabecera, al tiempo que ponía el bambú echado hacia atrás para evitar asustarla. Me tumbé sobre la relativamente plana roca de la cabecera, dejando que las frías aguas me pasasen desde los pies hasta los hombros. Tuve que esperar un buen rato para ver aparecer al truchón. Tardó quizá ¿un siglo? pero cuando la vi tan cerca, tan serena, con sus flancos color oro viejo, temí que oyese los latidos de mi corazón. ¡Qué bello ser! 

 

Para realizar mi plan había guardado previamente en una cajita tres moscas de mayo vivas. Con ellas pretendía estudiar las reacciones del pez detenidamente. Así, aprovechando los momentos en los cuales me daba su cola, lancé la primera de las moscas de verdad que, para desanimarme, cayó en plena corriente de la salida y no fue vista por ella. La segunda de las moscas se quedó en una rama del dichoso arbolito, feliz de estar a salvo. Temiendo lo peor, lancé la tercera con más atención y ésta sí cayó en el centro del remolino y empezó a mover sus alas intermitentemente. La trucha, que mantenía casi constantemente su aleta dorsal fuera del agua, sacó un poco la punta de la boca al aire y absorbió el insecto: ¡Glup!, que ésta vez me sonó a un “gracias por tal exquisito bocado” Con lentitud, se giró sobre su derecha y tomó otro mosco natural y luego otros más. Me encontraba tan cerca de ella que le podía ver su blanca garganta a cada tomada. Noté que despreciaba las moscas que le pasaban arrastradas con rapidez por las corrientes laterales del pozo e incluso la vi dudar ante algún insecto situado en el remanso central. Además, se colocaba tan cerca de ellos que no le faltaba mucho para tocarlos con su labio superior. Y es que había aprendido a defenderse de tanto depredador de dos patas como habría visto en su larga vida. 

 

Creí llegado el momento de poner a prueba mi mosca de mayo, pero me di cuenta de lo difícil que era realizar una posada adecuada. Por un lado estaba la cercanía del pez, lo cual hacía visible cualquier movimiento de mi caña y de mi brazo, máxime por encontrarme situado río arriba aunque ella giraba continuamente. Por otro lado, una intermitente brisa, variable de dirección, dificultaba posar con precisión y suavidad. El mencionado arbolito aparecía más amenazador que nunca. Pero... 

 

El Genio Bueno del río se apiadó de mí: solté la mosca aprovechando que la trucha me daba la cola, levanté un poco la caña sin lanzar y un cambio de la brisa situó el engaño, que no tocaba el agua, sobre la corriente de la derecha y por encima del pez. Se alejó la mosca unos centímetros aguas abajo y no tuve más que levantar imperceptiblemente la caña para hacer volver el engaño al mismo punto de partida en el remanso. La mosca subió dando saltitos como si se tratase de una hembra de verdad en la puesta. 

 

La trucha ya la había visto y pude observar cómo se ponía nerviosa con ese sutil temblor de aletas que invade al pez en los momentos de ataque, o de huida... De nuevo hice volar la glaucops unos centímetros sobre el nivel del agua; ya no tenía más que bajar levemente el puntal de la caña para que el hackle acariciase el río. ¿Por qué no posaba ya? Por vez primera sentí danzar en mi cabeza un dilema: ¿Se iría definitivamente la trucha de su casa al sentirse descubierta? Era posible que si se marchaba de ese escondite, su gran tamaño la dejase a merced del arpón de algún delicioso ribereño. Y si la clavaba y rompía, cosa segura dado su tamaño, ¿la perjudicaría gravemente? 

 

No lo pensé más: aun con el riesgo de ser detectado, saqué la mosca del lugar y procedí a romper el anzuelo por su curva... ¡con la ayuda de la roca sobre la que me encontraba! Resultó laborioso, pero rompió y, lo que me pareció más milagroso, aun estando dentro de su campo de visión la trucha no me había visto. 

 

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