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Es Invierno

Es Invierno
Largas son las noches del invierno austral, noches de nunca acabar. Las frías madrugadas incitan a permanecer muy arropado en la cama hasta bien entradas las mañanas.
 
Siento el crepitar de la leña en la estufa y presiento a Sage bien arrimado a ella. Pienso. Hay algo que me ronda desde tiempo atrás: visitar esa zona que me tiene enamorado desde el primer día que la encontré! Silva el viento en el tejado de mi cabaña: ¡no! no tengo fuerzas para arrancarme. ¡Mañana!inv1
 
Y mañana parece nunca llegar hasta que, ¡por fin! en un claro amanecer el sol penetra en mi dormitorio y me llama. Como impulsado por un potente muelle salto de la cama, preparo un frugal desayuno (las vacas de mi vecino ya no darán hasta la primavera esa deliciosa leche de sabor olvidado...)  y Sage también se encarga de reclamar su ración matinal.
 
Bien abrigado con el viejo anorak convertido con los años en mi propia piel, pongo en marcha mi pomposa Marquesa, vierto agua sobre sus vidrios para arrancar la espesa capa de hielo y nos vamos con infantil ilusión hacia una deseada aventura.
 
Marchamos muy despacio por la carretera Austral; la "escarcha" pone los pelos de punta a cada curva de la ruta pero vemos pasar los kilómetros como pasa la vida, a veces lentos, veloces otras, pero siempre constantes.
 
Sin quitar la atención del camino  hay puntos en los que, pese a ser bien conocidos, no resisto parar ellos para sacar alguna fotografía: siempre gusto aprovechar la luz mágica de las primeras horas matinales.
Claros ríos, luminosos lagos, bosques centenarios de coygües y lengas que quieren tocar los cielos, majestuosas montañas nevadas escondido hogar de los dioses, todo, absolutamente todo, me traslada a la morada donde manan los sueños: ¡qué privilegio vivir en Patagonia!
 
 
Llego al parque nacional del Queulat; me invade un profundo delirio. No puedo explicar su grandiosidad, ni tampoco rememorar puntos notables porque memorables lo son todos: hay que vivenciarlos para entenderlos.  Inevitablemente saltan al recuerdo mis amigos lejanos, sus deseos de ver esta zona que la brevedad de su estancia en el pasado verano no les permitió recorrer. ¡Tristeza!
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Vengo para sondear un río del que estoy enamorado aun sin conocerlo más que desde bastantes kilómetros arriba en la carretera. Mi plan es  ambicioso: pretendo llegar a su distante desembocadura en el río Queulat y subir por su cauce todo lo que me permita el breve período de luz que resta porque, cuando llego, son ya las doce de la mañana.
 
He traído mi equipo de fotografía completo que cargo sobre mi curvada espalda y sin   más preámbulos, apoyado en mi bastón de quila, iniciamos la andadura.
 
Llego al salto del padre García por su parte superior para intentar alcanzar el río principal sin grandes esfuerzos, pero las piedras están cubiertas de hielo y no me gustaría romper mi cámara, por lo cual camino muy lento con gran enojo de Sage que vuela más que corre. El bosque me va cerrando el paso más y más a cada metro hasta que en un punto debo volver sobre mis pasos: imposible penetrar en esa selva virgen. Empiezo a temer lo peor: estoy desentrenado y con algunas primaveras de más a cuestas...
 
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 Vuelto al mismo punto de partida tomo otra dirección que, aunque baja por una ladera empinada, aparece más despejada de arbolado.
 
He acertado y en cosa de una hora alcanzo el río sin nombre que buscaba: ¡qué paz me inunda a la llegada! La exuberancia de la vegetación crea un mundo misterioso en todo el cauce donde me parece ver duendes y hadas. Sólo con esto me bastaba.
 
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En algunos puntos sus orillas se presentan infranqueables pero hay pasos en el matorral circundante que los animales hicieron en los veranos. Y en cada pasadizo mi vieja chaqueta se va llenando del agua acumulada en las hojas de los árboles. Pero no importa, faltará poco, quizá media hora sólo bastará para cerciorarme de la vida atesorada aquí.
 Efectivamente; por más de media hora subo aguas arriba y todo el curso se presenta igual: pozones profundos, repletos de árboles caídos que me hacen soñar buenas truchas bajo ellos, leves corrientes que mecen campos de algas como si fueran nereidas hechizadas, grandes piedras con cuevas bajo ellas, todo me va empujando a subir y subir.
 
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-Bambú - me dice mi otro yo- ¡basta! ya has visto lo que deseabas: vuelve que es largo el camino para tan débil caminante ¿Ves las brumas de la tarde?
               
Quiero engañarme a mí mismo:
 
-¡Va! son nieblas matinales...
 
Y subo aún más. En una tabla muy lenta aparece una visión mágica que me hace enloquecer: ¡qué par de truchas pacen misterio sobre los fondos luminosos! Desde ese mismo tramo aguas arriba  seguirán apareciendo numerosos peces que deambulan sin miedo confiados en tan magnífica soledad. Alguno casi volando como un pájaro se arranca a mi paso desde la somera orilla y su inesperado escape me sobresalta.
 
-Basta ya, Bambú, regresa; no has traído linterna y mira que se va la luz.
 
Pucha! pues es cierto. Miro el reloj de la cámara: ¡las cuatro de la tarde! Me agobio al constatar que tardé unas tres horas en llegar aquí, así que empiezo a trotar como si fuese mi amigo Tachu. Al poco me duele la espalda por el peso de la mochila. ¿Descansar? ¡Imposible! Debo seguir aunque sea más lento.
 
Anochece; asustado miro desde abajo la pared por la que bajé en la mañana tan alegremente: parece que sube hasta las nubes, o más allá ¡hasta el cielo! Vuelvo a correr porque si me llega la noche en esta selva cerrada no encontraré un camino viable de regreso.
 
Sage viene detrás con la legua fuera:¡está tan gordo...! No, no es eso, es que llevamos caminando mucho tiempo y él no sabe dosificar sus fuerzas.
 
De repente aparece en la lejanía, cerca del fiordo marino, una palpitante lucecita. Está cerca del río Queulat por el cual podría llegar a mi auto mejor. No lo dudo y allá que voy.
 
La luz se acerca; el día se va. Aumentan los tropezones; mi espalda me duele bastante pero si me detengo sería un grave error, así que me arrastro por el pedregoso cauce del Queulat con la mochila en la mano.
 
No sé si algún dios bueno se apiadó de nosotros, el caso es que en un punto de ese tramo aparece una antigua huella de leñadores que se me antoja una autopista. Ir por ella,  ya con tenue luz, me permite progresar veloz como un caballo al trote.
Sí, tengo suerte; en la destartalada tapera, bastante derruida, crepita un fuego acogedor.
 
-¡Alo, alo!- grito para llamar al poblador.
 
Y aparece, con un farol en la mano, otro viejo como yo:
-¡Pero de dónde sale Usted a estas horas!- me grita- ¡Ande! pase y caliéntese mientras le preparo un matecito.
 
En agradable conversación le cuento entusiasmado mi recorrido. Noto que no cree desde dónde llego, pero al ver las fotos se convence:
 
-Perdone, Caballero,- me dice respetuosamente- pero está Usted bastante rayadito...
 
Me cuenta su vida, su soledad en esa tapera cubierta de musgo por el paso de los tiempos, sus hijos que se fueron a la ciudad para no regresar nunca más, su compañera que buscó a otro... Sus arrugas son heridas de los siglos y en sus ojos veo la resignación que le permite continuar con alegría tan dura existencia en estos desolados bosques de la Trapananda.
 
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Sale la Luna y su luz hace brillar los hielos azules del ventisquero Queulat; la magia del momento nos embarga a los dos: somos amigos, dos hombres hermanados en esta profunda inmensidad. Al despedirnos estrechamos con fuerza las manos mirándonos a los ojos fijamente como si expresáramos un discurso de alegre lealtad: ceremonia ritual de profundo calor humano que usan  estas buenas y duras gentes patagonas.
 
-Gracias por su mate, Estimado: volveré en primavera para saludarlo y subir al estero  sin nombre que me tiene enamorado.  Y le traeré harina, aceite, azúcar y buena hierba para corresponder a su hospitalidad.
 
-Pues acá me encontrará. ¿Sabe? Hizo muy bien en bajar hacia la luz de mi lumbre porque de haber seguido por donde bajó es seguro que ahorita andaría perdido por el monte como un bagüal. ¡Es muy feo camino!
 
Llego a la carretera por su sendero "particular” sin grandes esfuerzos: me he relajado con ese descanso y el mate me ha dado las energías que ya  me faltaban. Sage sigue tras de mí...
 
 Pensé que algún auto nos acercaría a la Marquesa: ¡Vana esperanza! por esa ruta no se arriesga a circular nadie en las noches invernales. Así que pian piano me voy acercando a mi coche.
 
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Son unos seis kilómetros los que deberemos recorrer. Bajo la luz lunar el bosque aparece difuminado entre la bruma.
 
A las once de la noche ¡por fin! aparece majestuosa mi Delica. A Sage le falta poco para darla besos, a mi también.
Otras tres horas de carretera y llegamos al dulce hogar. Cuando me meto en la cama, después de  que ambos tomáramos  un bocado, cierro los ojos y paso revista al bosque, a sus gigantescos coigües, a las descomunales  hojas de las nalcas, a sus ríos cristalinos, al ventisquero refulgente bajo la Luna, a mi nuevo amigo el  Leñador. Lentamente me voy quedando dormido con una profunda sonrisa en los labios. ¡Volveré!
 
¿Y si muero antes? Pues poco importa: "la muerte es segura pero su hora incierta." ¿Qué logramos con temerla? En tanto me llega "el momento de mi desfallecer" beberé con locura hasta el último sorbo el don divino de la vida: soy prisionero de tanta belleza como reina en los mágicos bosques de mi Patria austral.
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Francisco Javier González García |
Re: Es Invierno
Fabuloso. Me recuerda una jornada similar.
Mil gracias.
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